ENTRE LA DANZA Y EL PAISAJE

El Celler Perelada, con sus espléndidos jardines, los silencios elocuentes de la arquitectura de los olotenses RCR, su vinculación esencial con el entorno y la fragancia orgánica de la tierra, se ha convertido hoy en escenario vivo de Le Terroir, una propuesta de danza contemporánea vinculada al espacio (arte específico) firmada por la bailarina y coreógrafa Lorena Nogal y el bailarín Álvaro Esteban. En este entorno multisensorial donde la memoria del vino impregna el aire, el espectáculo –una itinerancia en cuatro escenas– se despliega como un homenaje a los procesos de transformación que afectan tanto a la naturaleza como al ser humano.
El público, sin butaca ni distancia, se ve inmerso en una experiencia que es, a la vez, física, visual, sonora y emocional. Con la voluntad de subvertir la lógica de la escena tradicional, Nogal y Esteban han construido un ritual de movimiento que se ha desparramado por los jardines de la bodega como un líquido vivo, mutante. La pieza no solo se ve: se respira, se intuye, se completa con el cuerpo del espectador, que se ve interpelado a participar del relato sin palabras, reduciéndose con cada momento que pasa la distancia inicial. La obra huye de la narrativa convencional para proponer una secuencia de cuadros coreográficos –cuatro bodegones o “estancias”, en palabras de Nogal– que evocan las etapas del proceso vinícola, pero también las de la creación artística y la experiencia vital: la contemplación, la manipulación, la transformación y, finalmente, el placer compartido de la celebración, que ha culminado con un cuadro absolutamente espectacular con los intérpretes recortados en el horizonte, sobre el techo de la bodega, en plena puesta de sol. Ha sido uno de los momentos más mágicos y conmovedores vividos en el festival.
Este espectáculo supone el primer dúo que protagonizan juntos Lorena Nogal y Álvaro Esteban, dos trayectorias singulares que convergen aquí en un proyecto de gran profundidad conceptual y altísima exigencia física. Nogal, flamante Premio Nacional de Danza 2024, ha sido durante años una de las figuras más carismáticas de La Veronal, la compañía de Marcos Morau, que ha desarrollado un lenguaje artístico propio llamado kova: una gestualidad que rompe la simetría, que disecciona el cuerpo en líneas cubistas y perspectivas múltiples. Esteban, formado en danza pero también en psicología y ciencias de la actividad física, aporta un enfoque que atraviesa la danza con preguntas sobre la conciencia corporal, la conexión con el entorno y la traducción física de las emociones.
Toda esta complejidad toma forma en un espectáculo que no busca representar el mundo del vino, sino que es el resultado de un proceso de destilación de los propios intérpretes para llegar a una esencia compartida. Así, Le Terroir no es una recreación figurativa del mundo vitivinícola, sino una inmersión poética en sus valores: el arraigo, la paciencia, la escucha de la tierra, la metamorfosis silenciosa. El propio título, que la coreógrafa ha querido mantener en francés, remite a esa idea tan rica y casi inefable del terroir: el conjunto de condiciones geográficas, climáticas y humanas que dan identidad a la uva y, por extensión, al vino. Aquí, sin embargo, este concepto se estira hasta convertirse en metáfora de la existencia. El recorrido coreográfico por los jardines de la bodega y su porche, entre los espacios La Garriga y Malaveïna, seguido de cerca por un público que nunca permanece pasivo, se convierte en una coreografía expandida, en la que el paisaje –las plantas, la tierra, la piedra, la luz filtrada, la temperatura de las paredes de piedra– dialoga con los cuerpos de los intérpretes. Hay un ejercicio de humildad en esta propuesta: no se busca el virtuosismo técnico, sino la autenticidad de un cuerpo que siente, que se deja atravesar por el lugar. “Solo ha hecho falta escuchar, estar presentes y conectarnos con lo interno y con lo que está delante de nuestros ojos”, decía Nogal poco antes de presentar el espectáculo. Esta actitud contemplativa impregna toda la pieza, que avanza por el espacio, bajo la mirada del público, al ritmo de una música en ocasiones hipnótica, en ocasiones espiritual y con ecos de canciones de trajineros.
La banda sonora, a cargo de Franco Mento, es otra de las grandes potencias de la pieza. Con una combinación de sonidos electrónicos, texturas orgánicas y una dramaturgia sonora sutil pero precisa, la música no acompaña: es parte inseparable del relato. En cada estancia, el paisaje sonoro se transforma, muta, como si también él siguiera un proceso de fermentación emocional. En algunos momentos, el sonido parece salir de las entrañas mismas de la bodega; en otros, resuena como una voz distante que evoca la memoria de otros cuerpos, de otros tiempos.
Visualmente, Le Terroir se articula como una serie de cuadros abstractos. El cuerpo humano, diseccionado y desestructurado, se inscribe dentro del paisaje como un elemento más; cada movimiento parece nacer de una necesidad interna, no de una pauta preestablecida. Esta cualidad orgánica es quizás el rasgo más conmovedor de la obra: la sensación de que nada está forzado, de que cada gesto es consecuencia de un impulso vivido, de una conexión auténtica con el lugar y con el momento. Nogal y Esteban no bailan para ser vistos, sino para existir, para sentir, para compartir. Es en este sentido que Le Terroir sacude las expectativas del espectador, que quizá no está habituado a propuestas tan inmersivas. Pero lo hace sin estridencias, sin imposturas, con una honestidad que invita a la apertura y a la sorpresa. “Hay que sorprender al público de Peralada”, dice Nogal, y lo consigue precisamente desde la delicadeza, desde la lentitud, desde una radical confianza en su virtuosismo. La experiencia que se deriva de ello es profunda y transformadora, porque no se puede observar desde fuera: hay que entrar y dejarse afectar.
Cuando la pieza llega a su último bodegón –la celebración–, no hay catarsis, pero sí una sensación de plenitud. El viaje, hecho en silencio y en movimiento, ha permitido otro tipo de sensación: la de la percepción expandida, la de haber captado algunos misterios en una época de tiempo acelerado y a menudo superficial. Le Terroir ofrece una pausa necesaria, un espacio para volver a escuchar la tierra y, al hacerlo, escucharnos a nosotros mismos. Esta ha sido otra apuesta del Festival Perelada por la creación contemporánea de casa, en este caso por una bailarina y coreógrafa excepcional, que ya estuvo en Peralada en la edición del año pasado, en el Mirador, formando parte del espectáculo colectivo de danza Terra llaurada, dirigido por Aleix Martínez, con la magnífica e hipnótica pieza L’elogi de la fissura.